“Voy hacia la luz que
me trasciende,
hacia
la palabra trascendida sin buscarte
y allí
estas oculto en tu agua”
Juan Pablo Roa
ES
EXTRAÑO VER tanta sonrisa, tanta mano atada, tanta sombra junta, tanta flor
comprometida en las manos de aquellos que caminan por la calle y tú, sin más,
sentirte libre. Pero es más extraño llegar a casa, echarte agua en la cara,
levantar el rostro y darte cuenta de la aridez que te rodea y que ni siquiera
tu sombra te acompaña porque la dejaste atada a otra sombra que pasó
desprevenida por el parque.
ANTE TODOS LOS TEMORES,
un verso es suficiente. Ante todas las angustias, un poema basta.
Para sortear un
problema o, por lo menos, para escapar por un momento, una línea es la salida.
Pero, ¿qué hacer,
cómo pensar, a dónde ir cuando eso que has creído tu único refugio no es más
que el reflejo de una nube sobre un charco?
Ya termina otro
verso y aún naufrago en este cuerpo:
Las noches
despejadas y las aceras solitarias y los parques en invierno y cada uno de mis
pasos son inmunes a los poemas cuando son recuerdos, recuerdos como heridas
secas sobre cada pliegue de tu piel.
UNO
SE ENCUENTRA LA MUERTE en una taza de café,
en
el afán del cielo por caerse a centelladas,
en
el encuentro sorpresivo de un avión con un pájaro volando,
en
los movimientos tempestivos de la tierra cuando uno menos se lo espera,
en
la lectura de tratados filosóficos que demuestran lo imbéciles que somos,
en
los gobiernos corruptos que se sacan el dinero del seguro
/contra las
enfermedades más absurdas
y
en los chicos que se sacan el sexito para jugar con las chicas
/al papá y
a la mamá y entonces el sida.
Uno
se encuentra la muerte en el ojo de una aguja,
en
la picadura de una abeja, también en la de un águila
/y más
si es un águila negra;
En
la puerta de un hospital, y más si uno es pobre y el hospital es del Estado;
En
los ojos de un psicópata con insomnio;
En
las variantes del azar sobre el amor y el desamor;
En
un libro de Shakespeare, en una espina de pescado.
Uno,
que solo es un parroquiano de este bar,
un
simple transeúnte delirante, artista, obrero, ama de casa, estudiante,
se
encuentra la muerte en cualquier parte.
Y
se muere uno y qué se saca: El que fue poeta, a lo sumo y con algo de suerte,
una
tumba decente, unas vísceras ruinosas, una fama de bicho raro
o
el nombre en algún colegio si se fue amigo de un presidente.
O,
por bien que le vaya, un verso memorable que lo resucitará de vez en cuando
en
boca de algún lector desprevenido que no estaba buscando,
precisamente,
un poema que lo trajera a uno de nuevo a la vida.
ESCRIBIR
POEMAS que te salven de la muerte,
que
te salven de los ecos del peñasco,
de
los dedos afilados de los hombres,
del
invierno que padecen los pulmones,
de
la tierra cuando se hace sangre seca,
de
la Luna cuando es más grande que la noche
y
tienes tantas ganas de abrazarla;
Del
deseo por la lluvia en plena primavera,
de
la hambruna cuando es el pan diario de los niños;
En
fin, poemas que te salven de la misma vida
cuando
el cantor es el silencio,
cuando
la arena ya no es huella,
cuando
ya ni siquiera hay playa,
ni
mar, ni gaviota, ni olas, ni nada…
Escribir
poemas que te salven de todo
Pero,
¿qué pasa cuando no encuentras un solo verso
que
te redima de tu sombra y te salve de ti mismo?
CAMINA,
escribe, pregunta, no calles.
Sé
río, sé árbol, sé lluvia, sé canto…
Encuentra
una salida.
Mira
hacia otro lado, corre en otra dirección y no cierres las ventanas.
Deja de pensar que volar por un segundo o colgarte de las
nubes por un instante
son las únicas formas de abrirte paso entre la niebla.
SOLO
PIDO UNA COSA antes de desafiar al viento, antes de dejar mi postura de tierra
húmeda forjada, antes de hallarle la razón al padre que decía que el buen hijo
vuelve casa y antes de constatar que al final todos somos buenos, sólo una cosa
pido: Que se quemen mis fotos y mi pelo sin clemencia; que se borre la figura
dejada por mis pasos en la gruta y en la niebla; que se rompan y se filtren en
agua las líneas ajadas de mis manos; que se hagan barquitos de papel con las
hojas que un día recogieron mi lamento; que se arrojen a un río turbulento mis
versos hasta que se deshagan con las rocas y nadie los recuerde. Que no se
repita mi nombre hasta que se vuelva rumor, susurro, obsidiana, alquimia, ola,
nada.
Hasta
que mi voz no sea el canto de un gorrión moribundo y mi sombra no nazca en un
árbol en invierno: nadie repita mi nombre.
Sólo
pido una cosa antes de sembrar mi pecho, mi humanidad toda en un puerto
calcinado: Que se borre el vestigio de mis horas y nadie me mencione, a mí, el
traicionero de mi madre, que me arrojó a este mundo contra todas las
voluntades.
Así,
sólo así, despojándome en el camino donde se sientan las hojas secas habré
vencido a la parca.
LO
QUE ME SALVA ES LA NOCHE LENTA DONDE NACE EL VERSO
Aquí
estoy de nuevo, aferrado a este árbol que nace entre raíces de cal, a este que
detenta en cada hoja la pupila de mis ojos, a este que da nacimiento a mi canto
entre vientos de la noche. Aquí estoy, con el rostro en las rodillas, pensando
en otra ruta, buscando otra salida.
Aún
deseo escribir. Observo la figura de los astros con un hilo de preguntas en
cada pestaña; trato de esculpir la inmensidad del universo con algunas líneas;
dibujo el mensaje de las nubes con unos pocos versos. A penas, si puedo, me
pongo de pie y saludo desde este tronco a una migración de aves. Pero no puedo
mentirme, no puedo engañarme –me digo ahora que amanece–:
Alguien
que da vida a un árbol, que acaricia cada uno de sus frutos y encuentra refugio
al abrigo de su sombra, no puede colgarse de sus ramas.
Flores para un ocaso. Portada del artista plástico Alonso Jiménez. |
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